Época: eco XVIII
Inicio: Año 1660
Fin: Año 1789

Antecedente:
La agricultura

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

Sometida a los lógicos condicionantes de clima, suelo, situación geográfica y organización social, la agricultura tradicional europea presentaba una gran diversidad, pero también ciertos rasgos y problemas comunes. Había, por ejemplo, fuertes contrastes entre las grandes llanuras y mesetas (la mayor parte del Continente) y las áreas altas y montañosas. Dominaba en aquéllas el cultivo de cereales (mayoritario en el conjunto de Europa) en un régimen, muchas veces, de campos abiertos, en que las parcelas cultivadas no estaban cercadas ni valladas como para impedir el libre paso entre ellas. La existencia de huertos (de muy reducida extensión, pero presentes en casi todos los núcleos de población) permitía diversificar algo la producción -lo que se ampliará, como veremos, en este siglo-, complementada en cualquier caso con cultivos comerciales (vid, olivo) e industriales (lino, cáñamo, por ejemplo). La ganadería -lanar, sobre todo, pero también cabría o vacuna- solfa ser frecuentemente complementaria, aunque las condiciones geográficas, entre otras razones, harían variar su importancia, llegando en ciertos casos a alcanzar la condición de actividad principal. Ocurría esto, por ejemplo, en las áreas de montaña y el aprovechamiento racional de las condiciones climáticas determinó con frecuencia la práctica de la trashumancia-, donde, además, la silvicultura alcanzaba un peso notable y el cultivo del cereal podía no ser mayoritario.
Variaban también los sistemas de cultivo, pero casi todos compartían la necesidad de recurrir al barbecho para favorecer la aireación, nitrogenación y humidificación de la tierra e impedir su agotamiento, dada la escasez de abono disponible, que se reducía, normalmente, al muy escaso estiércol animal, aumentado en algunos y minoritarios casos concretos con productos como el limo, las algas marinas o los residuos urbanos de todo tipo (el problema no comenzará a resolverse satisfactoriamente hasta la utilización del guano y los abonos minerales, en los siglos XIX y XX). Once son los sistemas que enumera Slicher van Bath, utilizados unos al lado de otros, y que iban, en orden creciente de intensidad en cuanto al uso del suelo, desde el cultivo temporal (sobre rozas, en ocasiones) de comarcas marginales de Escocia, Irlanda, Inglaterra y Suecia, hasta la alternancia de cultivos de Flandes y, posteriormente, de Inglaterra. No obstante, los dos más extendidos eran la rotación trienal, en que un año de cultivo de cereal de invierno (trigo o centeno) y otro de cereal de primavera (cebada o avena) eran seguidos por un tercero (o dos) de barbecho, y el bienal o de año y vez, en el que alternaban un año de cultivo y otro de barbecho, siendo muy característico este último del ámbito mediterráneo.

La mediocridad técnica constituía una limitación importante, siendo los aperos más frecuentemente utilizados diversos tipos de arados de madera con reja metálica (con o sin vertedera añadida), rastrillos o gradas (enrejados con púas de madera o hierro usado en ciertos casos para allanar la tierra tras el arado y antes de la siembra), hoces y guadañas (estas últimas, a veces usadas para segar el cereal dejando menos rastrojo que con la hoz, se destinaban preferentemente al heno, luego conservado en almiares), trillos y mayales (aquéllos, planchas de madera con piedras de pedernal en una de las caras para triturar la paja y separar el grano; éstos, formados por dos varas de distinta longitud unidas por una correa de cuero para, sujetando una de ellas, golpear con la más corta la mies extendida en el suelo), azadas y azadones para cavar los huertos, palas y horcas. Y hay que añadir, por último, la excesiva fragmentación y dispersión de las explotaciones, lo que implicaba pérdida de espacio, por la necesaria multiplicación de caminos y senderos, y de tiempo en los repetidos desplazamientos entre parcelas.

Como consecuencia de todo ello, los rendimientos, aunque distintos según lugares, semillas y calidad de la tierra, eran frecuentemente muy bajos -suelen citarse como extremos los 17 granos por simiente para el trigo documentados en algunas comarcas flamencas y los cinco de ciertas zonas mediterráneas, italianas y españolas; la generalidad se encontraba mucho más cerca del extremo inferior que del superior-, así como, en general, la productividad del trabajo campesino, existiendo en casi todos los países amplias bolsas en que se rozaba el autoconsumo. De ahí las elevadas proporciones de mano de obra absorbidas por la agricultura.

Por otra parte, se daba frecuentemente una ordenación colectiva y basada en la costumbre de ciertos aspectos de la vida agraria, tales como la fijación de las hojas destinadas anualmente a cultivo o barbecho o la regulación de los aprovechamientos comunes, fuente de recursos suplementarios para todos y básicos para el mantenimiento de los más débiles, y que solían afectar no sólo a las tierras comunales (pastos, caza, leña...), sino también a las de particulares (espigueo o recolección de espigas dejadas por los segadores, aprovechamiento de la paja abandonada, utilización de las rastrojeras para pastos...). Y eran también normas consuetudinarias las que regían la roturación y explotación -casi siempre, en régimen de usufructo temporal y no en plena propiedad- de estas tierras comunales, la gran reserva para la extensión de los cultivos en caso de presión demográfica.

En ausencia de variaciones climáticas de importancia, el incremento de la producción agraria podía conseguirse mediante la ampliación de la superficie roturada o bien aumentando el rendimiento de la tierra y la productividad del trabajo humano, es decir, cultivando nuevas plantas y variando las técnicas y sistemas de cultivo. La simple roturación de nuevas tierras fue la práctica más generalizada en el mundo tradicional en épocas de expansión. Si no iba acompañada de otros cambios, permitía alimentar a un mayor número de habitantes, aunque sin aumentar la producción per cápita (crecimiento estático). Además, la inevitable aparición de la denominada ley de rendimientos decrecientes las nuevas roturaciones terminaban por afectar a tierras de calidad mediocre, cuyo rendimiento por unidad de superficie y de trabajo empleado en su cultivo es menor que el de las de buena calidad- hipotecaba a medio y largo plazo la expansión, si bien en régimen de autoconsumo podía (y solía) mantenerse el cultivo de estas tierras marginales a costa de la autoexplotación y el empobrecimiento de sus cultivadores. En el otro extremo, la consecución de un sólido crecimiento real, esto es, el aumento de la producción per cápita, además de precisar cuantiosas inversiones de capital, habría entrañado diversas mutaciones estructurales. Se puede citar entre éstas la eliminación del barbecho, la ampliación del tamaño de las explotaciones, la supresión de algunos de los aprovechamientos comunales, vistos como servidumbres -el cambio de perspectiva es claro- que impedían la libre y particular utilización de los campos. Por otra parte, si debía combinarse la ampliación de la superficie cultivada con la aplicación de las citadas innovaciones, se imponía la privatización de los bienes comunales, ya que la inversión afluiría mejor a tierras mantenidas en régimen de propiedad que a las simplemente usufructuadas temporalmente. Ahora bien, la desaparición de algunos de los aprovechamientos comunales implicaría inevitablemente y era la otra cara de la moneda- la disminución de los recursos de una parte de la comunidad rural, que se vería así debilitada, resultando afectada, a la postre, la estructura social.